domingo, 11 de diciembre de 2011

¿Arte o mercado?

A la vista de los resultados hasta la fecha de los distintos sistemas de organización política y económica del mundo, está claro que la democracia, junto con el sistema liberal de mercado, ha sido el más eficiente. Salvo contadas excepciones, los países que han garantizado la propiedad privada, se han abierto al comercio exterior y han instaurado la libertad de pensamiento y de comercio han logrado desarrollarse y prosperar.

La posibilidad de lucrarse estimula a las personas a ser emprendedoras, a trabajar y a invertir. La base del sistema del mercado es la libertad del individuo para ofertar y demandar. El intercambio es la esencia del libre comercio, y su lenguaje, el dinero.

En los países desarrollados, el mercado lo ha invadido todo, incluso el arte. Atrás han quedado los años en que los reyes, papas o mecenas lo financiaban. Hoy, la cultura sólo halla financiación en dos espacios: la Administración o el mercado. Ante tal dicotomía surgen voces a favor de una u otra opción.

La cultura debe ser subvencionada. Los que así piensan aducen que los mercados no tienen piedad y los rige el lucro. Sólo si una cierta forma de arte es rentable recibirá apoyo del capital. No hay espacio para un arte que, a pesar de tener un alto valor intelectual, tenga pocos seguidores. Ésta es sólo una parte del problema, porque, además, no todos los mercados son iguales. Pero los medios de comunicación anulan las diferencias, hacen uniformes los estilos de vida, los gustos, los valores y los parámetros estéticos. Se ha llegado así en este último siglo a una especie de ultrademocratización de la estética.

Las industrias musical y literaria, la pintura o la arquitectura adivinan lo que el mercado va a acoger. A partir de ahí lo ejecutan, lo comunican y lo establecen. El público lo absorbe, realimentando una rueda que provoca un efecto bola de nieve que concede cada vez más poder a la industria y, por ende, al capital.

Pero no todo acaba ahí. El capital rentabilizará el arte en caso de que los demandantes entiendan y aprecien lo que compran. De alguna forma, citando a Valle-Inclán, “incluso en la democracia hay diferencias técnicas, señora portera…”. Así, unos votos valdrán más que otros si su nivel cultural y educativo es más elevado. Cuenta igual el voto de la portera que el del intelectual, claro que sí, pero el nivel intelectual de ambos no es el mismo. Eso también está claro.

Ante esta clase media creciente y cada vez más estandarizada en sus preferencias, el mercado olvida los extremos y la diversidad, se concentra en lo medio y en lo mediocre: en el arte comercial. Recuerden la primera edición de Operación Triunfo. Varios cantautores expusieron su preocupación por el cariz que el arte comercial estaba tomando. Si no se apoya o se ayuda al artista que desoye las voces del mercado para escuchar la verdadera voz de su inspiración, este artista desaparecerá. Ya se sabe. Igual que el mercado olvida a los indigentes, los artistas marginales también morirán de hambre. Por tanto, los fondos públicos deben financiar el arte. O eso, o será el final del arte verdadero.

Vamos ahora con la tesis contraria:

El arte no debe financiarse con dinero de los ciudadanos. Los argumentos que aquí se esgrimen son los propios del liberalismo económico. ¿Por qué no se da libertad a los individuos para decidir qué les gusta y qué no? ¿Por qué un consejo de sabios debe decidir la cultura que debe financiarse con impuestos? Parece que entremos en un patriarcalismo que considera que los ciudadanos no pueden discernir qué es artístico y qué no. “Dennos su dinero, y nosotros, los gobernantes, lo utilizaremos para financiar el arte que ustedes nunca pagarían porque no sabrían apreciar”.

E incluso aceptando lo anterior… ¿qué artista es al que hay que financiar? ¿Qué iluminado está en posesión de esa verdad? Ahí entrarán los intereses políticos o las preferencias o inclinaciones personales, los amiguismos… La forma de ventilar estos problemas es que cada uno se pague la cultura que desea de su propio bolsillo. Dicen: las personas son libres, y nada ni nadie tiene por qué utilizar su dinero para algo que no sean bienes de uso público, defensa, seguridad, salud y educación pública, o beneficencia.

El siguiente argumento es contundente: en el pasado también había arte que no tenía valor. Sólo el arte de valor sobrevive. También en la época de Mozart o de Bach había infinidad de compositores comerciales que han sido olvidados. Y no vale eso de que también los artistas del pasado estaban subvencionados por los nobles, papas o monarcas, porque si agrupáramos a todos los pintores, músicos o escultores de la historia a los que más valor se les otorga, hoy veríamos que son mayoría los que estaban fuera del circuito.

Por otro lado, en todas las épocas el artista ha podido hacer arte comercial si lo deseaba o necesitaba. Muchos músicos componían piezas por encargo para celebraciones rigiéndose por los cánones del momento y renunciando de forma parcial a sus propios gustos. Al final, una decisión del artista es crear según sus parámetros, según las exigencias del público, o buscar un equilibrio en un punto intermedio entre ambos. Un amigo, músico profesional, profesor en la Escuela Superior de Música de Catalunya, me dijo en cierta ocasión que las composiciones que han hecho avanzar la concepción armónica de su momento son casi siempre piezas tristes o melancólicas. En el dolor está el arte. Es el artista el que debe decidir si quiere sufrir o no. Nadie le exige que escriba, componga o proyecte creaciones que nadie vaya a comprender y valorar hasta al cabo de muchos años por haberse adelantado a su tiempo.
El tercer factor

En mi opinión, este debate pierde bastante intensidad en los países en que el nivel educativo de la población es elevado. Dicho de otra forma: el problema no es el mercado frente a la subvención, sino la educación y la cultura frente a la degradación del individuo. En la medida en que la gente adquiere sensibilidad, en que se divulga el arte, en que aumenta el número de personas que leen tanto novelas como libros de autoayuda, que aprecian el sonido de un violín tanto como de una guitarra eléctrica… los mercados adquieren también nivel. Y no sólo eso. También la diversidad se extiende y aparecen oportunidades para todos.

Así es: lo comercial y lo artístico se fundirían bajo una demanda culturizada. De arte o mercado se pasaría a arte y mercado. Los programas de televisión basura dejarían de concentrar audiencia, los que ventilan intimidades de algunos dejarían de encontrar anunciantes, las películas de violencia pura y dura no hallarían salida, y la música sin alma dejaría de encontrar oídos. Mientras, el debate sigue.

Fernando Trías de Bes es profesor de Esade, conferenciante y escritor.