jueves, 26 de abril de 2012

El Salón de los Autodidactas - Elena Vozmediano

En noviembre de 2010 se inauguró con mucho ruido político -y con protesta sindical a las puertas- el Centro de Arte de Alcobendas, un vistoso edificio en una ciudad que, con 110.000 habitantes, es más grande que bastantes capitales de provincia. Costó 30 millones de euros pero, en realidad, es más un centro cultural que un centro de arte, a pesar de que tenga tres salas de exposiciones. Cuenta además con un auditorio, una mediateca y varias aulas para actividades. En febrero se supo que Belén Poole, hasta entonces comisaria en el Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Santander y Cantabria, sería la directora del centro -nombramiento a dedo-, que desde su apertura ha ido dando tumbos sin que se sepa quién es el responsable último de su programación. Aquella inicial manifestación de los sindicatos se oponía a lo que se consideró una privatización pues, al parecer, buena parte de los servicios culturales están externalizados y son cubiertos por empresas. Hay o había una coordinadora, Charo Martín -que ya trabajaba en la antigua Casa de la Cultura-, y José María Díaz-Maroto, conservador de la Colección de Fotografía de Alcobendas, echa una mano organizando dignas exposiciones de fotografía y facilitando contactos, como el que permitió traer la importante colección Los Bragales, formada por Jaime Sordo.
He seguido la evolución del centro y he podido comprobar que el mérito de algunas exposiciones como la actual de Mitsuo Miura, comisariada por Pablo Llorca, que hacen imaginar hacia dónde podría caminar un centro de estas características, es ensombrecido por las que se dedican a artistas locales, muchas veces aficionados o, como ellos dicen, autodidactas. En septiembre del año pasado, en respuesta a otro grupo político, el gobierno municipal encabezado por Ignacio García de Vinuesa presumía de que, de las diez exposiciones celebradas en la Sala Anabel Segura, ocho correspondían a artistas de Alcobendas y de los once artistas o grupos que habían mostrado su obra en la Sala Punto de Encuentro siete eran de la localidad. Un error. Y un problema general en los centros culturales. Es fantástico que los ciudadanos tengan afición a la pintura y sería estupendo que todos los centros impartieran clases de arte, pero de ahí a exponer sus “ensayos” en un centro de estas dimensiones y visibilidad… El arte contemporáneo es otra cosa, más seria, más profesional, y puede hacerse una programación accesible y formativa sin renunciar a la calidad. Los ciudadanos reciben, con estas incoherencias de los centros culturales, mensajes contradictorios. Sería cruel poner en evidencia la escasa relevancia de muchos de los “artistas” que han pasado por aquí; no es culpa suya sino de quienes les han invitado o seleccionado. Pero ahora mismo tenemos en Alcobendas una exposición que me parece oportuno comentar, por el inmerecido eco social que puede tener. El protagonista es Fernando Cuétara, que resulta ser hijo del empresario de las famosas galletas. Su trayectoria profesional se limita a un par de exposiciones en las galerías Biondetta y Jorge Ontiveros de Madrid y en la Ricard Gallery de Miami. A sus inauguraciones asisten famosetes y hasta debe tener cierto éxito de ventas. Como grandes logros, se cita que sus obras están en las colecciones de Cristiano Ronaldo y de Carlos Slim. Todo tiene su explicación y todo queda en familia: Silvia Gómez-Cuétara estuvo casada con el fallecido José Luis García Cereceda, promotor de la urbanización en la que vive el futbolista, La Finca, y después tuvo una relación con el magnate mexicano. Que me da igual, pero es una pena que la gente con dinero tenga muchas veces tan poco criterio, y es inaceptable que un centro de arte público se preste a darle coba a un pintor que imita a Kiefer y a Barceló pero también hace cuadros con luces o telas arrugadas a lo informalista. Hay muchos buenos artistas jóvenes y no tan jóvenes que, contando con espacios como éste, estarían encantados de participar en un programa en serio.
Kiefer
Cuétara
Barceló
Cuétara

domingo, 22 de abril de 2012

¿?¿?¿?¿?

Collage

Levedad - Manuel Vicent

Parece que nunca como ahora, a un tiempo tan duro le ha correspondido una cultura tan leve e inane. Lo lógico es que la convulsión social libere del inconsciente colectivo un pozo negro del que se nutren los grandes artistas. El viento fétido que anunciaba la Primera Guerra Mundial engendró el expresionismo alemán y dio nombres insignes a la historia del arte. Ese movimiento estético encabezado, entre otros, por Georg Grosz, Kirchner y Otto Dix fue la proyección de una locura que presagiaba la próxima tragedia. La belleza se hallaba entonces al mismo nivel de la destrucción. Incluso la época más frívola de entreguerras, llena de sombreros blancos, pliegues en los pantalones bombachos, martinis y sonidos de jazz tuvo a un ejemplar de la altura estética de Scott Fitzgerald para representarla. Con el inicio del siglo XX llegó Picasso al frente de la vanguardia histórica; Sigmund Freud extrajo de los pasteles de Viena la mucosa sexual del subconsciente, que Joyce en el Ulises convertiría en esos pensamientos turbios e inconexos de un ciudadano vulgar, que son los de la humanidad entera, derramados por las calles de Dublín. El escarabajo de Kafka emergió de gueto de Praga como un proyecto vital, mientras toda la nostalgia evanescente de un mundo que se iba, fue hilada como un capullo de oro por ese gusano de seda que fue Marcel Proust. Steinbeck levantó acta de la Gran Depresión; después del gas mostaza de la Primera Guerra Mundial había que escalar la Montaña Mágica, de Thomas Mann; después del gas Ziklon B de Auschwitz estaban Sartre y Camus. Se achaca a nuestra época el que haya convertido el arte en una espuma llena de ocurrencias y no será porque falten alicientes de locura, confusión, sangre y fanatismo en cada telediario. Pero esta aparente levedad es solo de un espejismo. Ya no se escriben versos sobre la luna porque se ha viajado a la luna de verdad; no está Heidegger ni Wittgenstein ni Carl Popper porque la filosofía es la materia oscura de la física cuántica; se han terminado los sueños vanos porque la biología molecular ha desvelado el misterio de la vida. La poesía está en la química y si no hay novelas ni teatro es porque la ficción es ya la propia conciencia de estar vivos formando parte de las estrellas.

Lance Letscher

Time Machine #2- Collage

sábado, 21 de abril de 2012

Jeff Wall

Transeúnte- Fotográfia

viernes, 20 de abril de 2012

Dogma - David Trueba

El Rey hizo un vídeo Dogma para pedir perdón a los españoles. Reconocer que se había equivocado crea precedente en un país en el que no pide perdón ni siquiera el que le mete el dedo en el ojo al vecino. En el análisis televisivo, la grabación entronca con la escuela danesa del Dogma, que capitaneada por Lars Von Trier, introdujo el hiperrealismo de bajo coste en el cine de consumo, imponiendo restricciones como rodar sin luces artificiales, música, maquinaria de cámara y manipulación de decorados. Bajo la estela del Dogma se rodaron numerosas películas; mi favorita, Mifune. Pero como me explicó en persona el productor Peter Albeeck al visitar los estudios Zentropa, que era la concesionaria de los diplomas de adscripción al movimiento, hubo que suspender la admisión de películas porque su baja calidad resultaba insoportable incluso para los fundadores del gesto estético. El Dogma sigue siendo un estilo identificable en el cual la ficción se apropia de la estética del documental. El Rey surge, en segunda o tercera toma, con el rostro inflamado bajo el pelotazo de luz de una cámara de noticiario y cobran protagonismo las dos bisagras de la puerta posterior, que dotan a la situación del verismo de lo cotidiano. La puesta en escena nos traslada desde la suntuosa superproducción monárquica, con decorados lujosos y trajes de gala, a lo Sissi o Dónde vas Alfonso XII, hasta el cine radical más contemporáneo. Al girarse hacia la salida, el Rey retoma el gesto firme y distante, fatigado quizá del esfuerzo de monarquía-verité. La sacudida que España ha sufrido estos días es sobre todo estética. De la información tutelada y cosmética hemos pasado al hiperrealismo crítico. Se le complica mucho al pintor Antonio López la terminación de su esperadísimo retrato de la Familia Real en el que quizá haya que añadir las cicatrices que asoman. Los españoles, ay, como siempre se han envalentonado por lo más superficial y siguen sordos para lo esencial. Así, con razón se indignan por la muerte de un elefante, pero permanecen impasibles ante el exterminio de los grandes elefantes de nuestro sistema social como la sanidad, la educación y la ayuda a los desfavorecidos. Dogmas abatidos bajo el fuego del hiperrealismo sucio.

jueves, 19 de abril de 2012

El juego

El juego29x21 cm - Técnica mixta sobre cartón 2012

Tengo una cita por Manuel Hidalgo

El recién publicado libro de Mario Vargas Llosa, La civilización del espectáculo (Alfaguara), tiene una réplica casi frontal, pero esta réplica, curiosamente, es un libro publicado meses atrás, El intelectual melancólico (Anagrama), de Jordi Gracia. Vargas Llosa no pierde tiempo (ni espacio) en formular su tesis. En el primer párrafo de su libro, afirma -y ésta es mi cita principal de hoy respecto a una obra repleta de ideas considerables, estimulantes y subrayables- que la cultura, en el sentido que tradicionalmente se ha dado a este vocablo, está a punto de desaparecer. El veredicto es alarmante y categórico, y, sea cual sea su argumentación -plausiblemente razonada en varios aspectos-, rezuma un pesimismo desolador, el pesimismo que Gracia combatía -¿con optimismo exagerado?- en su ensayo precedente. ¿Es Vargas Llosa un “intelectual melancólico”? Recomiendo vivísimamente la lectura de los dos libros, quizás en el orden inverso en el que han sido publicados: primero, el de Vargas Llosa; después, el de Gracia. El lector que me haga caso obtendrá un extraordinario y ameno material para su reflexión. En el capítulo introductorio y programático o sumarial de su ensayo, Vargas Llosa repasa -con gran utilidad para la mejor información del lector- los ensayos que, con anterioridad al suyo y desde distintas perspectivas ideológicas, ya se dedicaron a certificar la muerte o la agonía de la cultura por autores como T.S. Eliot, George Steiner, Guy Debord, Gilles Lipovetsky y Jean Serroy o Frédéric Martel. Es un “digest” obviamente incompleto, pero que sitúa muy bien las coordenadas del asunto a tratar, luego desarrolladas con miniensayos completados con artículos ya publicados que operan como ejemplos o síntomas -a pie de obra- en favor de los razonamientos desplegados. La cultura, entendida inevitablemente como la alta -y honda, y transcendental- cultura, la cultura que representan las manifestaciones de la literatura y de las otras artes en su máximo nivel de calidad y de exigencia formal y de fondo, estaría en fase de demolición y extinción, sustituida por la banalidad, la trivialidad, el todo vale, la ausencia de jerarquía, la impostura, la comercialización y, sobre todo, los estragos de su propia democratización -la accesibilidad a todos-, que ha tenido como consecuencia su rebaja y su identificación con una mercancía del entretenimiento y del ocio que reduce hasta la náusea su excelencia originaria y mantenida en el tiempo, hasta situarla -lejos de las minorías que la conservaban y patrimonializaban- en una fruslería para consumidores de productos de distracción, de aspirantes a cierto estatuto epidérmico de personas cultas. El tema es inabarcable en estas pocas líneas, y el mérito de Vargas Llosa -como de su previo oponente Jordi Gracia- consiste en ofrecernos argumentos variados para que decidamos -si podemos- en qué situación estamos. Insisto: recomiendo efusivamente leer los dos libros. Me llevaría, con todo derecho y deber, otro libro hacer la síntesis de ambas argumentaciones y, no digamos, superar tal síntesis con la concurrencia de otros matices diagnósticos. La postura de Mario Vargas Llosa, a la que estamos ahora, tiene algo -bastante- de apocalíptica, y sólo diré que, en parte, es fruto de un factor que el escritor trata en el libro con rapidez: la influencia de los medios de comunicación. Los medios, en los últimos veinte años, han contribuido -como la educación escolar- a la erosión de la cultura. Vargas lo explica. Sólo diré: los medios crean realidad y, por tanto, influyen en la realidad, pero uno de los debates más enjundiosos a mantener ahora consiste en dilucidar hasta qué punto -y precisamente en lo referente a la cultura-, los medios, a la vez, no recogen la auténtica realidad y dejan fuera una realidad ajena a ellos y a sus intereses, paralela, distinta a la que como espejo dicen contener. En esa otra realidad, y por más minoritaria que sea -como siempre ha sido la cultura verdadera, aunque Vargas parezca dar a entender lo contrario-, hay más motivos para un contenido optimismo (Gracia) que para un desbordado pesimismo (Vargas). No hay duda de que la cultura pasa por problemas. Pero uno de sus problemas son los medios de comunicación -que han renunciado a ser prescriptores de lo bueno, a jerarquizar, a discernir-, lo que, a su vez, afecta al veredicto ecuánime que pueda hacerse hoy sobre la realidad y, por supuesto, sobre la cultura. Hay otra realidad, hay otra cultura que sigue siendo la cultura de siempre, que, desde luego, jamás ha sido la cultura de las masas, hoy, por otra parte, se quiera o no, más cercanas que nunca al menos a sus efluvios. Nadie dice -no digo yo- que haya que dar saltos por ello, ni, sobre todo, que no haya que reponer el peso de las humanidades y de las ciencias -también de las artes- en la escuela para retomar la posibilidad -perdida en España desde hace treinta años- de efectuar la definitiva remontada -la ampliación de la minoría-, que también haría pensarse a los medios en papel de qué hablar, a quién dirigirse y cómo, lo que de paso garantizaría -y ésa es otra historia- su supervivencia frente a Internet.

martes, 17 de abril de 2012

El muro



23x40cm - Técnica mixta sobre papel
2012

lunes, 9 de abril de 2012

A. Einstein

La mente intuitiva es un regalo; la racional, un sirviente. Nuestra sociedad honra al sirviente y ha olvidado el regalo.

miércoles, 4 de abril de 2012

Y tú que lo veas por Elena Vozmediano El retrato áulico

Hace unos días se levantó una gran polvareda mediática a cuento del encargo de un retrato de José Bono para la Galería de Presidentes del Congreso. Se dijo en principio que el pintor Bernardo Torrens cobraría 96.000 euros por el cuadro pero fuentes del Congreso precisaron que serían 82.600 euros: 70.000 más el 18% de IVA. Pues que sepan que están pagando de más, porque el tipo de IVA aplicable a la venta directa de obras de arte -cuando factura directamente el artista- es del 8%. ¿Y han contabilizado la retención del IRPF? En cualquier caso, un dineral, aunque mucho menos de lo que cuesta el retrato que Francisco Álvarez-Cascos encargó en 2009 a Antonio López para la galería de ministros de Fomento y que aún no se ha presentado: 194.000 €.

Resurge, con estos casos, la polémica de los retratos oficiales. Se suele hablar del coste para los contribuyentes y del ego de los políticos pero casi nunca se habla del valor artístico de los cuadros o de la estética imperante en este tipo de obras. Aparte de la galería del Congreso y de la del Senado, son varios los ministerios que mantienen desde hace décadas galerías de titulares. No es una costumbre exclusiva de la Administración estatal: ayuntamientos, diputaciones y comunidades autónomas la cultivan. Entre unos y otros, estamos invirtiendo cantidades muy importantes en colecciones que pueden tener un interés documental y de afirmación institucional pero que no constituyen ningún tesoro artístico. Pasa con el retrato lo mismo que con el arte eclesiástico: los mejores artistas se han desinteresado del género, que ha quedado en manos de un puñado de “pintores de corte” muy conservadores que se están haciendo de oro.

¿Por qué siempre los mismos? Hay, claro está, pintores figurativos con lenguajes más actuales que tienen la habilidad técnica necesaria para responder a esta demanda pero, o bien no parecen adecuados a los comitentes -que seguramente no quieren correr riesgos- o bien no se prestan a realizar tales servicios al poder. Las instituciones no parecen entender que, puesto que están manejando dinero de todos, deberían demostrar una gran responsabilidad y destinar esos fondos a enriquecer el patrimonio artístico público; lo que prima es el deseo de los retratados de verse favorecidos, elegantes y revestidos de “nobleza”. De hecho, son siempre ellos quienes eligen a su pintor. Se amparan en el apartado 'd' del artículo 154 de la Ley de Contratos del Sector Público, que dice que podrá hacerse un encargo directo cuando “por razones técnicas o artísticas o por motivos relacionados con la protección de derechos de exclusiva el contrato sólo pueda encomendarse a un empresario determinado”.

¿Quién podría tomar este tipo de decisiones? Muchas de las instituciones no tienen personas u órganos asesores en materia de arte contemporáneo -deberían- pero otras sí. El Estado, a falta de algo más apropiado, dispone de una Junta de Calificación, Valoración y Exportación de Bienes del Patrimonio Histórico que tiene, entre sus funciones, la de analizar y emitir propuestas sobre “la adquisición de bienes culturales por parte del Estado que pasan a formar parte de la colección de museos, archivos y bibliotecas estatales”. Puesto que hablamos de colecciones públicas, esta Junta debería ser escuchada.

Si en verdad es necesario dar continuidad a estas galerías de retratos, sería preciso introducir una mayor flexibilidad en los medios empleados. Manuel Marín, antecesor de Bono, ha pedido a la fotógrafa Cristina García Rodero que realice su retrato y ha tenido que esperar a que Bono dejara el cargo para poder hacerlo, pues la anterior Mesa del Congreso se oponía frontalmente a tal ruptura de la tradición. Sumar al patrimonio del Congreso una obra de García Rodero es, sin duda, una buena idea, aunque no haya sobresalido ella precisamente en el retrato sino en el documento antropológico. El precio -26.000 €- es elevado, más de la cuenta, pero menos disparatado que el de los retratos al uso. Y no es Marín el primer efigiado que prefiere la fotografía: el año pasado Juan Ávila, ex-presidente de la Diputación Provincial de Cuenca, se hizo retratar por Ricky Dávila.



Como decía, hay algunos pintores que se están forrando. Pasó el reinado de Ricardo Macarrón y Álvaro Delgado. Ahora se lleva un estilo más “sereno”, más acabado, que se cotiza al alza a pesar de la crisis. Si pensamos que muchos museos españoles apenas pueden hacer adquisiciones por falta de presupuesto, cada euro que va a estos relamidos retratos parece un delito. Aquí les dejo un somero e incompleto repaso de encargos oficiales de los últimos años para que puedan calibrar las dimensiones del fenómeno: tengan en cuenta que existen otras muchas galerías de retratos institucionales que hay que engrosar a cada relevo. Como verán, la estética dominante es un hiperrealismo que emula el retrato fotográfico pero algunos personajes se salen del tiesto y muestran sus predilecciones personales, la mayoría de las veces con resultados cuestionables.