miércoles, 31 de julio de 2013
sábado, 27 de julio de 2013
lunes, 22 de julio de 2013
sábado, 20 de julio de 2013
viernes, 19 de julio de 2013
¿Sirve de algo el arte? - MIGUEL ÁNGEL HERNÁNDEZ
A lo
largo de la historia, lo que hoy llamamos arte, más allá de su sentido
estético, simbólico y creativo, ha tenido siempre una finalidad concreta
en la sociedad, formaba parte de un ritual, enseñaba a los iletrados,
servía para el reconocimiento del monarca. Durante la
modernidad, sin embargo, el arte fue alejándose de su sentido y función
originarios y se convirtió en una esfera autónoma, con sus reglas y
normas. Una esfera que, paradójicamente, se configuró como un
espacio de resistencia ante al utilitarismo y la racionalidad modernas.
Desde ese momento, la filosofía del arte intentó dar un sentido a una
práctica que parecía no servir ya para nada de lo que había servido. Se
habló de finalidad sin fin, de búsqueda de la verdad, de
autoconocimiento, de vía de escape ante el mundo real o, en última
instancia, de elevación moral.
Esta pregunta por la finalidad del arte en una sociedad productivista vuelve a ser fundamental en el presente. La crisis económica ha sido la excusa perfecta para sacar a la luz una cuestión que seguía latente y nunca había sido resuelta del todo. En nuestro país, tanto los movimientos en política cultural (los recortes de subvenciones y programas de apoyo a las artes) como los pasos dados en política educativa (la progresiva eliminación de las enseñanzas artísticas) son signos de una nueva descreencia en el sentido del arte y ponen de manifiesto una especie de inconsciente cultural según el cual el arte, en el fondo, es tan sólo el entretenimiento de unos privilegiados.
¿Qué sentido tiene el arte hoy, cuando la gente no llega a fin mes o no tiene siquiera un hogar para habitar? ¿De qué valen las instalaciones de la Bienal de Venecia al parado que no va a poderse pagar un billete aunque le interesara lo que allí se expone? ¿En qué mejora su vida? ¿Merece la pena? El arte nos proporciona experiencias que difícilmente serían posibles en otros lugares. Nos hace pensar, cuestionarnos nuestro lugar en el mundo, nos enfrenta a las cosas que habitualmente pasan desapercibidas. Incluso podría ser que nos hiciera mejores, aunque de sobra sabemos que el arte y la barbarie van a veces de la mano. Debemos ser conscientes de que eso es así tan sólo para unos pocos. Para la inmensa mayoría, el arte, el que se expone en museos, bienales y galerías, es algo ajeno que no sirve absolutamente de nada. Por supuesto, podemos hablar de beneficios a largo plazo y de otra serie de finalidades no directas. Pero no podemos obviar la realidad.
¿Sirve, pues, de algo el arte? Desde luego, en este breve texto no podría responder a la pregunta. Lo único que pretendo es enfatizar la necesidad de volver a tenerla presente; a cuestionarnos de qué vale todo esto; qué sentido tienen las cosas que vamos a ver a las exposiciones; a quiénes sirven realmente más allá, por supuesto, de la cuestión económica, que convierte el mundo del arte, más que en una secta, en un sector. Si volvemos a hacernos la pregunta, quizá podamos darnos cuenta de la fractura abismal que sigue existiendo entre el arte y esa sociedad de la que el arte habla y pretende curar o iluminar. Y podamos, incluso, llegar a comprender por qué todo aquello que para nosotros es irrenunciable no sirve de nada para una inmensa mayoría. Probablemente así seamos conscientes del verdadero lugar del arte hoy. A partir de ahí, ya podríamos decidir lo que queremos: si llegar a otro lugar, para lo cual (deberíamos entonces cambiar de estrategia), o si seguir aquí, juntitos, con nuestras cosas, pero conscientes de dónde estamos y lo que somos (sería necesario en ese caso modificar las pretensiones).
Esta pregunta por la finalidad del arte en una sociedad productivista vuelve a ser fundamental en el presente. La crisis económica ha sido la excusa perfecta para sacar a la luz una cuestión que seguía latente y nunca había sido resuelta del todo. En nuestro país, tanto los movimientos en política cultural (los recortes de subvenciones y programas de apoyo a las artes) como los pasos dados en política educativa (la progresiva eliminación de las enseñanzas artísticas) son signos de una nueva descreencia en el sentido del arte y ponen de manifiesto una especie de inconsciente cultural según el cual el arte, en el fondo, es tan sólo el entretenimiento de unos privilegiados.
¿Qué sentido tiene el arte hoy, cuando la gente no llega a fin mes o no tiene siquiera un hogar para habitar? ¿De qué valen las instalaciones de la Bienal de Venecia al parado que no va a poderse pagar un billete aunque le interesara lo que allí se expone? ¿En qué mejora su vida? ¿Merece la pena? El arte nos proporciona experiencias que difícilmente serían posibles en otros lugares. Nos hace pensar, cuestionarnos nuestro lugar en el mundo, nos enfrenta a las cosas que habitualmente pasan desapercibidas. Incluso podría ser que nos hiciera mejores, aunque de sobra sabemos que el arte y la barbarie van a veces de la mano. Debemos ser conscientes de que eso es así tan sólo para unos pocos. Para la inmensa mayoría, el arte, el que se expone en museos, bienales y galerías, es algo ajeno que no sirve absolutamente de nada. Por supuesto, podemos hablar de beneficios a largo plazo y de otra serie de finalidades no directas. Pero no podemos obviar la realidad.
¿Sirve, pues, de algo el arte? Desde luego, en este breve texto no podría responder a la pregunta. Lo único que pretendo es enfatizar la necesidad de volver a tenerla presente; a cuestionarnos de qué vale todo esto; qué sentido tienen las cosas que vamos a ver a las exposiciones; a quiénes sirven realmente más allá, por supuesto, de la cuestión económica, que convierte el mundo del arte, más que en una secta, en un sector. Si volvemos a hacernos la pregunta, quizá podamos darnos cuenta de la fractura abismal que sigue existiendo entre el arte y esa sociedad de la que el arte habla y pretende curar o iluminar. Y podamos, incluso, llegar a comprender por qué todo aquello que para nosotros es irrenunciable no sirve de nada para una inmensa mayoría. Probablemente así seamos conscientes del verdadero lugar del arte hoy. A partir de ahí, ya podríamos decidir lo que queremos: si llegar a otro lugar, para lo cual (deberíamos entonces cambiar de estrategia), o si seguir aquí, juntitos, con nuestras cosas, pero conscientes de dónde estamos y lo que somos (sería necesario en ese caso modificar las pretensiones).
jueves, 11 de julio de 2013
domingo, 7 de julio de 2013
viernes, 5 de julio de 2013
Las condiciones del arte contemporáneo - Alain Badiou
Comenzaré diciendo algunas palabras sobre
la expresión “arte contemporáneo”. Si por “contemporáneo” entendemos
simplemente “de hoy” podríamos decir que todo arte es contemporáneo,
dado que todo arte es de su tiempo. Por lo que, sin duda, queremos decir
otra cosa o algo más cuando decimos “arte contemporáneo”.
En realidad, la expresión
“arte contemporáneo” se entiende a partir de la expresión “arte
moderno”: el arte contemporáneo es lo que viene después del arte
moderno. De modo que, para entender bien el arte contemporáneo, tenemos
que volver al arte moderno. El problema está en saber si existe una
ruptura entre lo moderno y lo contemporáneo.
¿Qué es el arte moderno? Creo
que se trata de un arte que no es ni clásico ni romántico. O, más
precisamente, el arte moderno es un arte que supera lo clásico sin
llegar a ser romántico.
¿Qué es el romanticismo en el
arte y más allá del arte? Con respecto a lo clásico, el arte romántico
afirma la novedad de las formas, el movimiento creador, la existencia
del “genio” artístico. No se queda, pues, en la imitación del modelo
antiguo, tal y como hacía el gran arte clásico. En ese sentido, el
romanticismo sale del clasicismo pero conserva la idea de que lo bello
está ligado a una infinitud trascendente, conserva la idea de que lo
bello nos hace comunicarnos con el infinito, de que hay algo sagrado en
la obra de arte. La fórmula filosófica más clara es la de Hegel, cuando
dice que “lo bello es la forma sensible de la Idea”. Para el
romanticismo, la belleza artística es una representación finita de lo
infinito y, en ese sentido, sigue siendo eterna.
Por lo tanto, el arte moderno
va a conservar del romanticismo la idea de la novedad de las formas, la
idea del movimiento creador, la idea de que existe una verdadera
Historia del Arte y no sólo la repetición de formas antiguas, pero va a
abandonar la trascendencia y lo sagrado. Así, podríamos decir que el
arte moderno es un testigo terrestre de lo real obtenido por el
movimiento de las formas.
Podemos observar que, en el
arte moderno, a partir de la segundad mitad del siglo XIX, tenemos un
doble movimiento artístico que es, a la vez, una búsqueda de la
simplicidad de las formas. Por ejemplo, los colores puros, los dibujos
simplificados, una construcción más geométrica… Entonces, tenemos una
simplificación de las formas pero, también, una complejidad de las
formas, una suerte de abstracción simple y compleja al mismo tiempo. En
este sentido, el arte moderno supera al arte romántico, lo instala en
una temporalidad terrestre pero conserva la idea de la eternidad de la
obra, la idea de obra como realización finita del arte.
Creo que podríamos decir que
el arte contemporáneo va a combatir la noción misma de obra, va a ir más
allá de lo moderno en su crítica del romanticismo y del clasicismo. En
el fondo, el arte contemporáneo es una crítica del arte mismo, una
crítica artística del arte. Y, esta crítica artística del arte, critica
ante todo la noción finita de la obra. Así, la noción de lo
contemporáneo va a estar sometida a dos normas.
Primero, a la posibilidad de
repetición. Un motivo introducido y desarrollado por W. Benjamín
mediante la idea de la reproductibilidad de la obra de arte, la idea de
que la obra de arte puede dar lugar a series con el modelo de la
producción industrial. Se trata del primer ataque contra la noción de
Obra, porque la obra en el clasicismo y en el romanticismo era por
excelencia algo único. Esta unicidad de la obra era la traducción de la
relación del artista con la Idea, era como una firma única de esta
empresa espiritual. Entonces, la repetición, la reproducción y la
serialización son procedimientos para destruir la idea misma de obra
única.
En segundo lugar, va a haber
un ataque contra el artista o, más bien, contra la figura del artista.
En el romanticismo, el artista es una figura sagrada, es el garante de
la unicidad de la obra y es el que hace comunicar lo infinito con lo
finito. Podríamos hablar del Artista-Rey, después del Filosofo-Rey de
Platón. Se ha dicho que, en el siglo XIX, existía el Artista-Rey, pero
en el arte contemporáneo se producen ataques contra esta figura del
artista mediante la idea de que, de alguna manera, cualquiera puede ser
artista, es decir, mediante la idea de que el gesto artístico no sólo
puede ser reproducido sino que, también, puede ser producido de manera
anónima, la idea de que la obra de arte puede no tener firma y de que,
quizás, no es otra cosa que la elección de un objeto. Aquí
tendríamos, evidentemente, la revolución propuesta por M. Duchamp, quien
pensaba que, por ejemplo, instalar un objeto era un gesto artístico y
que todo el mundo era capaz de realizar este gesto, revolución que
también partía de la idea de que el arte no es una técnica particular
sino que es una elección de medios que no está determinada de antemano.
Ésta es una idea muy
importante. En el período anterior, había artes precisas y definidas:
estaba la pintura, la escultura, la música, la poesía, etc. Lo
contemporáneo va a combatir, también, esta separación de géneros. Va a
decir que el gesto artístico no está determinado por sus medios: podemos
pintar y cantar al mismo tiempo, sin que se pueda decidir que es lo más
importante. Asimismo, se pueden mezclar varias técnicas conjuntamente y
hacer desaparecer las fronteras artísticas. De ahí que la figura del
artista desaparezca: puesto que, precisamente, el artista ya no es un
técnico superior, ya no es un virtuoso, no habrá razones para que el
artista constituya una aristocracia. Entonces, en lo contemporáneo, se
ataca la noción romántica del “genio” del artista. Y esa sería la
segunda crítica de lo contemporáneo contra lo moderno.
Inmediatamente encontramos
una tercera crítica: renunciar a la permanencia de la obra y proponer,
por el contrario, una obra frágil, momentánea, que va a desaparecer. Lo
cual va en contra de una gran tradición, como es la tradición de la
eternidad del arte: el arte era lo que se elevaba por encima de la
desaparición sensible. Por ejemplo, el color de una hoja en otoño esta
condenado a la desaparición, sin embargo, el color de una hoja en un
cuadro es permanente. De ahí la idea de que la pintura es capaz de crear
un otoño eterno y es capaz de detener el movimiento de las estaciones.
Lo contemporáneo va a
criticar esa visión y va a decir que, por el contrario, el arte debe
mostrar la fragilidad de lo que existe, el paso del tiempo. También debe
compartir la muerte, en lugar de pretender estar por encima de la
propia muerte. Filosóficamente, diremos que el arte contemporáneo acepta
la finitud y, en este sentido, se opone al arte moderno, que abandonó a
Dios pero conservó la idea de Eternidad. Esto nos daría tres criterios
de lo contemporáneo: la posibilidad de la repetición, de la reproducción
y de la serie, la posibilidad del anonimato (resumiéndose, así, todo lo
que atañe a la figura del artista) y, en tercer lugar, la critica de la
eternidad y la voluntad de compartir la finitud.
El conjunto de esta filosofía
creo que, en realidad, es una filosofía de la vida. Y lo es porque la
vida también se repite y se reproduce, la vida es una suerte de fuerza
anónima, la vida también es frágil y está habitada por la muerte. Así
pues, podríamos decir que una ambición de lo contemporáneo es crear
“arte viviente”, en sentido estricto, es decir, reemplazar la
inmovilidad de la obra por el movimiento de la vida. ¿En qué
sentido eso es arte? Justamente ese es el debate contemporáneo: si el
arte debe compartir la vida, ¿cuál es su función propia? El arte va
dejar de ser algo que uno contempla, porque lo que había que contemplar
era justamente lo que detenía la vida, lo que iba más allá del tiempo.
En cambio, si la obra comparte la vida, la relación con la obra de arte
ya no podrá ser una relación de contemplación. El arte contemporáneo va a
tomar, entonces, otra dirección, que estará ligada a los efectos que
produce: el arte no será un espectáculo, ni una detención del tiempo,
más bien será lo que compromete en el tiempo mismo y produce efectos en
el tiempo. Se podría incluso decir que el arte clásico es una
instrucción para el sujeto, una lección para el sujeto y, en cambio, la
obra contemporánea apunta hacia una acción que cuestiona y transforma al
sujeto. Lo cual le va a aportar, todavía, una característica más: la
ambición política del arte contemporáneo. ¿Por qué va a tener
necesariamente una ambición política? Justamente porque intenta producir
una transformación subjetiva, al mismo tiempo que es un testimonio vivo
sobre la vida. Por estas razones, el arte contemporáneo no se va a
preocupar por la duración y, en cambio, sí que se va a preocupar por lo
inmediato. Va a ser un arte que estará presente en el presente,
justamente por que no apunta a la contemplación sino a la
transformación.
Tendremos, así, dos formas de
arte características de lo contemporáneo: la Performance y la
Instalación. La performance, puesto que sólo existe en el instante, es
lo que se muestra en un momento dado. Finalmente, se relaciona con el
teatro. Aunque se trata más bien de un teatro sin texto, un teatro que
es, en sí mismo, su propia presentación y que puede incluir momentos
visuales o plásticos, puede incluir la danza (la danza, para mí, es muy
importante en lo contemporáneo, también la música, etc). Entonces, la
performance es un lugar de encuentro de las artes, es el paso de la
emoción artística y no su detención. En cuanto a las instalaciones,
cumplen en el espacio lo que la performance cumple en el tiempo y
disponen en el espacio un conjunto de elementos, de colores, de objetos
que es efímero, que está instalado y que va a estar también
desinstalado, apoderándose del lugar del espacio por un momento,
exactamente igual que la performance se apodera por un momento del
tiempo y, después, desaparece. Lo que tenemos es un arte satisfecho con
su propia desaparición, un arte que muestra su capacidad de desaparecer.
Todo lo contrario al arte contemplativo, porque lo que se contempla es
lo que no desaparece. En cambio, el arte contemporáneo muestra su
desaparición: no sobrevivirá.
De esta manera podemos
entender los problemas del arte contemporáneo y la palabra
contemporáneo. Contemporáneo quiere decir todo esto y, en detalle, van a
resultar una cantidad de proyectos diferentes que van a utilizar todas
las técnicas y medios. Por ejemplo, en este tipo de arte la imagen
artificial, el vídeo, etc., juegan un papel muy importante porque
también es un arte de la imagen en movimiento.
Después de todo lo anterior,
quisiera hacer una incursión en la crítica del arte contemporáneo.
Haciendo virtud de mi oficio de filósofo. Con respecto a lo
contemporáneo siempre será cuestión de formular una pregunta. Con lo
cual lo que haré aquí serán críticas virtuales, si se quiere, críticas
que uno podría hacer y que yo voy a hacer para demostrar que,
precisamente, se pueden hacer. Pienso que pueden hacerse tres críticas
posibles: una critica ontológica, una critica estética y una critica
política. Esas críticas conciernen a formas extremas del arte
contemporáneo, y no tanto a la tentativa del arte contemporáneo mismo.
Creo haber demostrado que el arte contemporáneo es fuerte e interesante.
En cuanto a la crítica
ontológica, es la siguiente: creo que la filosofía del arte
contemporáneo es una filosofía de la finitud pero también es una
filosofía del tránsito y la desaparición. Ahora bien, no es seguro que
ello esté completamente justificado. Puede suceder que, el ser mismo,
acepte lo infinito y, también, puede suceder que el tránsito y la
movilidad no sean más que apariencias. Podríamos decir que el arte
contemporáneo toma posición en el gran conflicto entre Parménides y
Heráclito, sólo que 3000 años después. Sabemos, aunque sólo sea a nivel
escolar, que Parménides declaraba que el Ser es uno, eterno e inmóvil y
que Heráclito declaraba que el Ser es móvil, pasajero y múltiple. Toda
una parte del arte contemporáneo está del lado de Heráclito, eso es
innegable. Es una elección, pero hay que saber que es una elección y que
el arte contemporáneo está sostenido por esta elección filosófica. Y
aquí podría haber una primera discusión sobre este punto, una primera
crítica virtual posible.
La crítica estética seria la
siguiente: gran parte del arte contemporáneo rechaza la diferencia entre
la forma y lo informe. Conocemos la existencia de un arte del desecho,
un arte de lo que aparece como informe, conocemos esa tendencia
artística que aspira a deformar toda forma, a exhibir como gesto
artístico la deformación y no, simplemente, la invención de una forma.
También existe un arte del horror y de lo desagradable, un arte de
cadáveres en formol, un arte Trash. Son tentativas justificadas
pero pienso que, estéticamente, esta equivalencia entre la forma y lo
informe es también una trascendencia escondida, porque recuerda una
dialéctica muy importante en el arte romántico entre lo sublime y lo
abyecto. Esta dialéctica de lo abyecto y lo sublime, el hecho de que lo
inferior también pueda ser superior es, en realidad, una dialéctica
romántica y, quizás, buena parte del arte contemporáneo sea un
romanticismo escondido, precisamente por lo que respecta a esta figura
de la dialéctica entre lo abyecto y lo sublime. Por lo demás, se sabe
que esta dialéctica siempre ha formado parte del cristianismo, donde los
monjes debían vivir de manera abyecta, en la pobreza y en la suciedad,
para que su pensamiento estuviera dirigido a Dios y, entonces, se
produjera un momento donde lo abyecto se transformara en sublime. En
buena parte del arte contemporáneo siento esto, siento este cristianismo
estético y, en el fondo, sospecho de esos artistas que quieren ser
santos para restablecer e inscribir en lo abyecto, en lo informe, la
aspiración escondida a lo sublime y lo santo. Esta sería una crítica
también estética a una parte del arte contemporáneo.
Y, finalmente, la crítica
política es la siguiente. En nuestro mundo, ¿cuál es el gran modelo de
lo que es inmediato, de lo que circula, de lo que sucede, de lo que
muere en cuanto aparece, lo que debe ser consumido y después debe
desaparecer? El modelo de todo esto es la mercancía.
Hay que ver claro que la
ideología de la finitud, de la equivalencia de las cosas, de su
inmediatez, la idea de que el propio arte debe estar en la circulación
anónima, el hecho de que nada debe ser contemplado, pero que todo debe
ser consumido, es la ideología de la mercancía y, quizás, encontremos
ahí el secreto de esto que es muy evidente: la existencia del mercado
del arte, especialmente del mercado del arte contemporáneo, en donde la
valorización no genera ningún problema pues obedece a las mismas leyes
de la oferta y la demanda, leyes que regulan la circulación de las
mercancías. En el fondo, podríamos decir que en el arte clásico y
moderno la obra de arte es un tesoro, se basa en el modelo del tesoro.
Un tesoro es aquello que podemos guardar en nuestro sótano, aquello que
vamos a contemplar, lo que vamos a poseer como un objeto. Por otro lado,
los museos exponen tesoros. Es justo criticar esta visión del arte,
esta identidad de la obra de arte y el tesoro. Pero es de temer que,
después de haber sido un tesoro, el arte, ahora, no sea más que una
moneda, que allí donde estuvo guardada se abstendrá de circular y allí
donde debería quedarse va a desaparecer.
El arte contemporáneo es, por
tanto, el arte de la época financiera del capitalismo, admitiendo que
el arte clásico era el arte de la época del tesoro. El arte
contemporáneo es, realmente, el arte de nuestro tiempo, pero, quizás, es
tanto su ilustración como su crítica, existiendo, en todo caso, una
ambivalencia entre ambas, así como en otras épocas el arte era, al mismo
tiempo, esplendor crítico y, también, un tesoro. Las formas del arte
contemporáneo no nos permiten salir de esta ambivalencia.
¿Qué hacer? Creo que el arte
debería transformarse en algo más afirmativo que, más que criticar el
estado del mundo y criticar el arte mismo, debería buscar los recursos
secretos del mundo, las cosas positivas pero escondidas, los elementos
de liberación que aún están a punto de nacer, que están naciendo. Y ello
manteniendo sus orientaciones contemporáneas, y su importante violencia
crítica. El arte debería ser, también, una promesa, debería prometernos
algo dentro de su capacidad subversiva. Hay que desconfiar de la
consolación, pues el arte no ha de ser consolador y no está para
mecernos, aliviarnos o protegernos. Pero prometer es otra cosa.
Pienso que estamos en un
tiempo en el que es esencial recordar lo que es el mundo a través de la
propia fuerza del arte, a través de su nueva fuerza contemporánea. Pero,
asimismo, el arte tendría que decirnos lo que podría ser, como reverso
del propio arte. También es una función del arte tener una visión de
futuro. No siempre hay que anunciar el desastre, aunque haya razones
para hacerlo. Creo, más bien, que el arte debe decir que el desastre es
posible, que quizás es más que probable, pero que podemos evitarlo.
Tiene que decir, también, que algo en todo ello depende de nosotros, a
eso es a lo que yo llamo una promesa. Entonces, diré, simplemente, que
el arte contemporáneo despliega todas sus funciones multiformes y sin
forma, pero que también tiene la capacidad de recordarnos todo aquello
de lo que somos capaces.
Buenos Aires, 11 de mayo de 2013
Trascripción y corrección de la traducción directa: Brumaria
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