domingo, 27 de noviembre de 2011

Con la cabeza gacha - Andrés Trapiello

Desde hace un tiempo una de las conversaciones recurrentes entre escritores,
cinetistas y músicos, cuando se reúnen, es internet, el modo en que se difundirán sus
obras y si podrán o no seguir viviendo de su trabajo. Por lo general son pesimistas,
creen que si no se pone coto a la piratería no podrán hacerlo o que lo harán peor. No
es fácil explicar a quien ha estado descargando gratis películas, canciones y libros,
que deberá dejar de hacerlo o pagar por ello. Algunos de los piratas han llegado a
proclamar que prohibirles robar es privatizar la cultura.
Hasta que apareció internet nadie había puesto en tela de juicio los derechos de autor,
por eso no se explica uno por qué habrían de ser diferentes las leyes ahora, cuando
las obras siguen siendo las mismas. No hay dos realidades, una analógica y otra
digital, por lo mismo que la ley es la misma para todos. Lo más llamativo de los que
piden la gratuidad de las descargas de internet es, dicho con toda suavidad, su
oportunismo. Pagan sin rechistar las tarifas de conexión a las compañías telefónicas,
los recibos de la luz y a los fabricantes de ordenadores, pero exigen que los
contenidos sean gratuitos. Muchos autores estarían dispuestos a dejar que
descargaran gratis sus obras si vieran que Telefónica no les cobraba la conexión ni las
compañías eléctricas los recibos y que en la tienda les regalaban el ordenador, incluso
si los piratas pusieran a su disposición sus libretas de ahorros y, por qué no, el lado
caliente de sus camas. Es decir, les parece importante lo que menos lo es, el tubo, y
desprecian el contenido. Por lo demás la figura de Robin Hood, robando a los ricos
para dárselo a los pobres, resulta muy atractiva, sobre todo para los jóvenes, aunque
poco rigurosa: no suelen pararse a pensar que a menudo roban a gentes más pobres
que ellos, y cuánto resentimiento larvado, decía Nieztche, tras la intransigente moralidad
de ciertas actitudes: algunos, humillados por su propia esterilidad e insignificancia
solo quieren hacer sentir su fuerza y su poder, o ambas cosas, como quien
muerde una manzana no por hambre, sino para tirarla a continuación con el único
propósito de mostrar su desprecio, el desprecio de las masas. Por no mencionar a
aquellos a los que sus portales de descargas ilegales les han hecho millonarios.
El gobierno, en vista de que no resulta fácil técnicamente perseguir y detener ni a los
ladrones organizados ni a los descuideros eventuales, los ha alentado por razones
astutas: quieren sus votos. Privatizar la cultura es un asunto interesante, qué duda
cabe. Podemos empezar por las casas de Venecia, ¿quién no ha querido pasar una
temporadita frente a San Giorgio? Ahora, pretender nacionalizar el talento (ya saben:
todo es de todos, menos de los autores) es francamente una genialidad, difícil de
superar. ¿Y qué interés tienen los políticos en que se saquee a los autores? A estos
les ha costado siglos arrancar su independencia a duques, señoritos “y demás ralea”,
y lo lograron de la única manera posible: con su dinero, ganado honrada y libremente.
Estos días, muchos de ellos, cuando se reúnen, hablan de internet y se muestran
apesarados. A otros, en cambio, les satisface la idea de volver a tenerlos como
jornaleros en la plaza pública, con la cabeza gacha.

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