A lo
largo de la historia, lo que hoy llamamos arte, más allá de su sentido
estético, simbólico y creativo, ha tenido siempre una finalidad concreta
en la sociedad, formaba parte de un ritual, enseñaba a los iletrados,
servía para el reconocimiento del monarca. Durante la
modernidad, sin embargo, el arte fue alejándose de su sentido y función
originarios y se convirtió en una esfera autónoma, con sus reglas y
normas. Una esfera que, paradójicamente, se configuró como un
espacio de resistencia ante al utilitarismo y la racionalidad modernas.
Desde ese momento, la filosofía del arte intentó dar un sentido a una
práctica que parecía no servir ya para nada de lo que había servido. Se
habló de finalidad sin fin, de búsqueda de la verdad, de
autoconocimiento, de vía de escape ante el mundo real o, en última
instancia, de elevación moral.
Esta pregunta por la finalidad del arte en una sociedad productivista vuelve a ser fundamental en el presente.
La crisis económica ha sido la excusa perfecta para sacar a la luz una
cuestión que seguía latente y nunca había sido resuelta del todo. En
nuestro país, tanto los movimientos en política cultural (los recortes
de subvenciones y programas de apoyo a las artes) como los pasos dados
en política educativa (la progresiva eliminación de las enseñanzas
artísticas) son signos de una nueva descreencia en el sentido del arte y
ponen de manifiesto una especie de inconsciente cultural según el cual
el arte, en el fondo, es tan sólo el entretenimiento de unos
privilegiados.
¿Qué sentido tiene el arte hoy, cuando la gente no llega a fin mes o no tiene siquiera un hogar para habitar? ¿De qué valen las instalaciones de la Bienal de Venecia al parado que no va a poderse pagar un billete aunque le interesara lo que allí se expone?
¿En qué mejora su vida? ¿Merece la pena? El arte nos proporciona
experiencias que difícilmente serían posibles en otros lugares. Nos hace pensar, cuestionarnos nuestro lugar en el mundo, nos enfrenta a las cosas que habitualmente pasan desapercibidas.
Incluso podría ser que nos hiciera mejores, aunque de sobra sabemos que
el arte y la barbarie van a veces de la mano. Debemos ser conscientes
de que eso es así tan sólo para unos pocos. Para la inmensa mayoría, el
arte, el que se expone en museos, bienales y galerías, es algo ajeno que
no sirve absolutamente de nada. Por supuesto, podemos hablar de
beneficios a largo plazo y de otra serie de finalidades no directas.
Pero no podemos obviar la realidad.
¿Sirve, pues, de algo el arte? Desde luego, en este breve texto no
podría responder a la pregunta. Lo único que pretendo es enfatizar la
necesidad de volver a tenerla presente; a cuestionarnos de qué vale todo
esto; qué sentido tienen las cosas que vamos a ver a las exposiciones; a
quiénes sirven realmente más allá, por supuesto, de la cuestión
económica, que convierte el mundo del arte, más que en una secta, en un
sector. Si volvemos a hacernos la pregunta, quizá podamos darnos cuenta
de la fractura abismal que sigue existiendo entre el arte y esa sociedad
de la que el arte habla y pretende curar o iluminar. Y podamos,
incluso, llegar a comprender por qué todo aquello que para nosotros es
irrenunciable no sirve de nada para una inmensa mayoría. Probablemente así seamos conscientes del verdadero lugar del arte hoy.
A partir de ahí, ya podríamos decidir lo que queremos: si llegar a otro
lugar, para lo cual (deberíamos entonces cambiar de estrategia), o si
seguir aquí, juntitos, con nuestras cosas, pero conscientes de dónde
estamos y lo que somos (sería necesario en ese caso modificar las
pretensiones).
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